Hoy hace un año que falleció mi padre. Un año desde aquel 10 de marzo que quedó grabado en mi alma. Un día que no se puede olvidar, que pesa, que duele, pero que también me recuerda la fortaleza del amor y la presencia de quienes siempre estuvieron conmigo. Hoy quiero dedicarle esta entrada a él, a su memoria y a todo lo que vivimos juntos en esos últimos días.
El 8 de febrero del 2024, el día de mi cumpleaños, nos dieron la noticia: mi padre tenía cáncer de pulmón. Un golpe brutal, un mazazo al corazón. Ese mismo día hacía justo un año que había fallecido mi madre. Mi mente no podía procesarlo. ¡Otra vez no! Pero la vida no espera, y nos lanzó de nuevo a una batalla que, en el fondo, sabíamos que estaba perdida.
Mi padre pasó dos meses desde el 5 de enero hasta que falleció, entrando y saliendo del hospital, con un aparato conectado al pulmón que le extraía el líquido acumulado. Los médicos nos dijeron que, por el aspecto de ese líquido, era canceroso. Pero no fue el cáncer lo que se lo llevó. Una bacteria, una maldita bacteria, le provocó una septicemia. Y eso fue lo que finalmente acabó con su vida.
Recuerdo perfectamente ese domingo. Lo dejé en la UMI, y al día siguiente, cuando regresé, ya no era él. Fue como si en una noche le hubieran arrebatado la esencia, la vida, la luz. Mi padre, un hombre fuerte, lleno de energía y siempre con una sonrisa, ahora parecía un anciano de 90 años, frágil y agotado. Sentí mi corazón romperse en mil pedazos. Tener que ponernos batas, guantes, mascarillas, cubrirnos por completo para evitar que él cogiera otra infección… era una cruel ironía, porque ya no había marcha atrás.
Llamé a mi hermano de inmediato. Le dije que viniera ya, que las cosas no pintaban bien. Él no pensaba ir ese día porque no imaginábamos que todo se torcería tan rápido. Pero vino, como siempre, como en todo este proceso. Mi hermano estuvo a mi lado en cada momento, siendo mi apoyo inquebrantable. Juntos enfrentamos aquella semana infernal.
Fueron siete días en la UMI. Siete días donde su mente seguía intacta, pero su cuerpo se apagaba. Estaba medio sedado, porque sus órganos fallaban, pero seguía ahí. Y entonces llegó ese último domingo. Cuando entré por la mañana, lo vi conectado a una máquina de diálisis que intentaba limpiar su sangre. Pero mi padre ya había tomado su decisión. Me miró y me lo dijo claro: ya no quería más. No quería seguir luchando. Sabía lo que estaba pasando, y estaba listo para irse.
Con el alma hecha trizas, fui a hablar con la doctora. Recuerdo la sensación de decir esas palabras: «Desconéctenlo». Recuerdo las lágrimas, el nudo en la garganta, el vacío en el estómago. Pero también recuerdo que era lo que él quería, y yo no podía negárselo. Nos permitieron estar con él hasta el final.
Cuando le pusieron la sedación para que no sufriera, hizo un gesto que me acompañará siempre. Se tocó las gafas, como si quisiera acomodarlas, que ni siquiera las llevaba puestas. Fue su última costumbre, su último acto.
Nos turnamos en la habitación porque no podíamos estar todos. Salí con mi tía y entró mi hermano. Y fue en ese momento cuando se fue. Estoy convencida de que esperó a estar con él y no con nosotras. Sabía que nos destrozaría verlo partir, y él nunca quiso causarnos más dolor del necesario.
Al principio, lo que sentí fue paz. Después de una semana viéndolo conectado a máquinas, esperando cada día esa llamada que nos dijera que ya no estaba… verlo descansar fue un alivio. Pero luego llegó la otra parte, la que nadie te dice. La sensación de irrealidad, de vivir en una película donde tú no eres protagonista, solo un espectador que no puede hacer nada para cambiar el final.
Y, como si perder a tu padre no fuera suficiente, la burocracia te atropella. Mientras intentas asimilar que la persona que te crió ya no está, tienes que hacer llamadas, firmar papeles, organizar el funeral. Tienes que volverte fuerte cuando lo único que quieres es derrumbarte. Es injusto. Es cruel.
Recuerdo que durante esa semana lloré como nunca en mi vida. Un llanto profundo, indescriptible, un dolor que me partía en pedazos. Y creo que, por eso, cuando llegó el momento final, me quedé vacía. Como si ya lo hubiera despedido en cada una de esas lágrimas, en cada recuerdo, en cada caricia, en cada palabra no dicha.
Pero en medio de todo esto, también hubo personas maravillosas. Mi hermano, siempre a mi lado. Ana, una mujer que se convirtió en un ángel para mi padre en sus últimas semanas. Le dio alegría, compañía y dignidad hasta el final, y mi tia Yolanda, su hermana, que estuvo en todo momento dándole esa seguridad familiar que uno necesita en esos momentos. Y eso nunca lo olvidaré.
Hoy, un año después, sigo aprendiendo a vivir con su ausencia. Pero también sigo aprendiendo a honrarlo, a recordarlo con amor y a agradecer cada momento que compartimos. Papá, te extraño. Y siempre te extrañaré.

