Lloviznaba. No lo suficiente para empapar, pero sí para dejar el cabello húmedo y el aire con ese olor a tierra mojada que lo cubre todo. Caminaba rápido, con las manos enterradas en los bolsillos y la cabeza gacha, como si el mundo fuera demasiado grande para sostenerle la mirada. No era un mal día, pero tampoco bueno. Era solo uno más en aquella época en la que la confianza en mí misma tenía más grietas que certezas.
Entonces, lo escuché.
—Guapa.
Me frené. No en seco, pero lo suficiente para que mis pasos titubearan. Levanté apenas la vista, y ahí estaba él: mi amigo, con una media sonrisa, como si hubiera dicho lo más normal del mundo.
Pero para mí no era normal.
Para mí, eso era un error, una confusión, una cortesía sin fundamento.
Bajé la cabeza de inmediato, encogiéndome de hombros, haciendo lo que mejor sabía hacer: esquivar. Seguí caminando como si nada, como si las palabras no me hubieran alcanzado.
Pero él no se quedó callado.
—Cuando alguien te diga «guapa», solo di gracias.
No lo dijo como un consejo. No lo dijo como una orden. Lo dijo con la certeza tranquila de quien ha visto algo que el otro no ve. Como quien te pasa un espejo cuando llevas demasiado tiempo evitando mirarte.
No respondí. No supe qué decir. Pero esa frase se quedó conmigo. Se quedó en mis bolsillos, en el eco de la llovizna sobre el pavimento, en el peso invisible que cargaba sobre los hombros.
Pasaron los años. Pasaron los días de esconderme detrás de la inseguridad. Pasaron las veces en las que deseché cumplidos como si fueran halagos inmerecidos. Pasó mucho.
Y un día, sin aviso, sin esperarlo, volvió a suceder.
—Guapa.
No era la misma voz. No era la misma lluvia. Pero sí era la misma sensación en el pecho, el mismo reflejo de aquella tarde en la que no supe qué hacer con esas palabras.
Sentí el impulso de siempre: dudar, restarle importancia, escurrirme entre excusas.
Pero antes de que la inseguridad hablara por mí, algo dentro encajó.
Cuando alguien te diga «guapa», solo di gracias.
Así que respiré. Levanté la cabeza. Y, con la seguridad de quien ha aprendido a sostener su propia mirada, respondí:
—Gracias.
Y, por primera vez en mi vida, no tuve que convencerme de que lo merecía. Porque esta vez lo sabía.
Firmado Mama Zombi
